jueves, 2 de diciembre de 2010

Bicentenario: Valores, idiosincrasia, hábitos; el cine tiene algo por decir.




Teniendo en cuenta la temática que se abre a la luz del Bicentenario, localizando la fecha 1810-2010, como un acontecimiento previsto para conmemoración de la Revolución de Mayo, en la cual se destituyó al virrey español Baltasar Hidalgo de Cisneros, el entramado de estas líneas se vinculará con algunas articulaciones posibles, imaginables, cercanas que nos posicionan como sujetos críticos desde el ámbito cinematográfico. La revolución de Mayo de 1810 fue un hecho crucial en la historia Argentina. No se trata de un acontecimiento aislado, sino que forma parte de un proceso de transformación más amplio. Siguiendo una línea de trabajo relacionada con el aprendizaje, la lectura y la crítica, nos propondremos indagar varias cuestiones que reflejan algo de la historia argentina para repensar nuestra identidad y nuestra construcción de ciudadanía.
Algunos valores que fermentan el sentido revolucionario reenvían posibles articulaciones que podemos mencionar y profundizar a través del lenguaje cinematográfico. “El secreto de sus ojos”, fue la película que en el año del bicentenario recibió la aclamada estatuilla del Oscar a mejor película extranjera. Vista en el país por 2,5 millones de personas, presenta una historia de amor y muerte en la traumática Argentina de la década del setenta. Induce a plantear valores relacionados con el amor, los modos de accionar de la justicia, pone en crisis la solvencia de su eficiencia, dibuja mecanismos corruptos, cuestiona la libertad y hasta se acerca al inconsciente. “El custodio”, estrenada en el 2006 y con el Premio Alfred Bauer del Festival de cine de Berlín a sus espaldas, reflexiona acerca de la falta de libertad, el sometimiento de los nuevos modos de poder, los costos de la seguridad y esos otros silencios.
Ambos filmes ofrecen un panorama amplio, que permite ahondar en sentimientos y valores profundos acerca de nociones que si bien son individuales, también pueden extender sus usos políticos cerca de la historia nacional de todos los tiempos. Las preguntas quedan abiertas, las respuestas, también.

En búsqueda de la libertad

“El custodio”, es un filme que desde el principio a través de una narración precisa, acética, excelente en la descripción de ambientes sórdidos, con presencias de denotan actividades políticas, y funcionarios movilizados, impone una presencia, que a lo largo de la narración adquirirá protagonismo. Inusualmente, esquivando la mirada de figuras triunfales, acerándose a un personaje sencillo, su director, Rodrigo Moreno, elije perseguir y focalizar su atención en un guardaespaldas interpretado magistralmente por Julio Chávez (Rubén). Cerca en este sentido de una propuesta estética que otorga valor a la marginalidad de una vida que se retrata detrás de un gran “Otro”, el director apuesta por un juego en el que participa de un modo interesante y agudo el uso del fuera de campo y la reminiscencia de largos planos vacíos de presencias, pero cargados de sentidos.
Cuidar las espaldas se va tramando como una tarea silenciosa, construida en apacible soledad y desde un afuera que adquiere significación y protagonismo. La seguridad hace de contrato socialmente establecido, convencionalmente impuesto, es incuestionable en este universo evitar la norma, deshacer la regla. La cámara atiende a un personaje que presta su cuerpo y su presencia a un Ministro, no descansa nunca y aunque se cansa repetidas veces, múltiples recursos son excusa para posicionar la mirada de Rubén, sus pasos, sus largas esperas, los silencios. Todo deviene compartido y se une en una misma amalgama, Moreno nos posiciona en su piel, esperamos con parecida ansiedad largos momentos detenidos en reuniones, sostenidos en conservaciones telefónicas, viajes en auto, habitaciones apretadas con puertas siempre cerradas vuelven más desesperante la espera reincidente. Rutina de una espera construida, espera de una rutina meditada, cansancio y ansiedad de volver a esperar tantas veces como la espera sea necesaria. De repente o no tanto, somos custodios de la misma espera repetida, vigilar, atender, ejercitar la paciencia, se vuelven mecánicas del mismo ejercicio compartido con el guardaespaldas, nos volvemos presa de una situación idéntica, implícita, espejo y reflejo, se consumen en el tiempo.
Es el propio Rubén quien determina la estética de la película. El custodio está alejado de todo y la mirada de la cámara emula esa distancia al mantenerse lejos del propio protagonista. Si bien los sistemas de seguridad para ser efectivos deben pasar inadvertidos, aquí atienden a una lógica sostenida en vivir una vida ajena que, somete la presencia a una ausencia premeditada haciendo de la vida pública una apariencia visible, dibujada en la sombra ajena. Vida privada y pública quedan confundidas, extrañadas, reenvían y quebrantan el mismo espacio puesto en vilo, no hay lugar para dos. Se impone necesario un ajuste de cuentas, las cuentas cuentan que no son claras, está a la vista. El juego de la mirada es restringido, dentro y fuera de campo, se convocan movimientos, donde somos testigos de un testigo, los movimientos de cámara agudizan la intensidad de una obsesión asumida como el riesgo de no ser ejercido nunca.
Mientras un rigor meticuloso en la composición del encuadre acompaña a un testigo silencioso, mudo, planos en cámara picada de autos que se alinean formando un juego simétrico de formas. Abundancia de encuadres fijos, diálogos escuetos, serviles a la función laboral, prolijos, estigmatizados, rodeados de silencios sugerentes. Asimismo el Ministro asiste a reuniones, el de el protagonista, es otro espacio que se deriva de su jefe, un espacio alternativo, escondido, entre las sombras, espacio de otro tiempo y otro lugar, espacio de esperas de colores tenues que tiñen planos estrictamente duros y simétricos, estilísticamente determinados. Las habilidades artísticas de Rubén quedan algunas veces reducidas a una sobremesa camprestre, relegadas a un segundo plano como su participación en su propia vida. Mar del Plata aparece en escena, sin ser un lugar turístico, se impone como prohibición, como sitio de convenciones. Todo suma, hasta que la muerte aparece al final, un tiro que dibuja la perfección del cálculo sobre la frente del Ministro será indicio de una liberación extrañamente construida, o tal vez no tan extrañamente.

Psicoanálisis de un secreto se dibuja en el interior de la mirada

Benjamín Espósito interpretado por Ricardo Darín, secretario de un Juzgado de Instrucción de la Ciudad de Buenos Aires, está a punto de retirarse y decide escribir una novela basada en un caso que lo conmovió treinta años antes, del cual fue testigo y protagonista. Su obsesión con el brutal asesinato ocurrido en 1975 lo lleva a revivir aquellos años, trayendo al presente no sólo la violencia del crimen y de su perpetrador, sino también una profunda historia de amor con su compañera de trabajo -Soledad Villamil, quién interpreta a Irene-, a quien ha deseado y amado fervorosamente y en silencio durante años. La novela que escribe Espósito nos hace recorrer los años 70, cuando en Argentina se vivían épocas turbulentas, el aire estaba enrarecido y nada era necesariamente lo que parecía ser.
”El secreto de sus ojos” es una prolija mixtura entre la épica romántica, el thriller judicial, un drama de época con tintes políticos, reminiscencias del cine noir y algo de espíritu novelesco. Benjamín a poco de que comienza el filme aparece en su viejo trabajo haciéndose cargo de lo que necesita decir, jubilado y sin ganas de malgastar su tiempo, organiza la posibilidad de escribir una novela que refleje una historia, que después descubriremos demasiado propia, demasiado humana. Escribir sobre la causa Morales, será un indicio y una búsqueda que se prolongará a lo largo de la narración, entre idas y vueltas hacia un pasado poblado de expedientes, habrá una letra en un nuevo papel, algunas palabras que sacudirán la necesidad de decir además de la “verdad judicial”, otra verdad, la propia.
Una apuesta estética construída con prolijos encuadres y planos sobrios relatan un caso policial, puntualmente la muerte de una joven -Liliana Colotto- funciona como un dato clave, como desencadenante necesario para autorizar la búsqueda de verdad. Muy rápidamente esa misma búsqueda se tiñe de otros matices, una mala jugada, el encarcelamiento de dos inocentes, hacen lo necesario para que Benjamín intente justicia por mano propia. Aparece entonces una interesante operatoria de crítica social y política hacia el entramado judicial argentino, que se vale de varios recursos que permitirán avizorar la importancia que merecen los mecanismos del inconsciente para develar aquellas “verdades” profundamente enquistadas. La necesidad de que el culpable no quede impune irá tramando un recorrido, donde el deseo y lo dicho, lo que escapa al lenguaje, aquello que está por decir e incluso los bordes de la pasión y las fronteras de lo invisible aglutinan un fermento que permitirá develar, quitar viejos preceptos y descubrir otros significados.
Entre hombres de tribunales, trajes negros, escritorios repletos de sumarios, formales modales y jerarquías fuertemente convencionalizadas, se reinstala una necesidad de equidad recurrente frente a la apatía de resolver un viejo caso, ante la ambición de escalar posiciones y en oposición a la corrupción instalada mecánicamente. Ante la inoperancia del funcionamiento judicial y la apertura de casos que quedan eternamente irresueltos, la película ofrece una mística que viene a ofrecer luz de esperanza a través del punto de vista del personaje protagónico, Benjamín vé en una foto lo que la justicia con sus modos nunca podría. Un álbum hace de excelente testimonio, ofrece las pruebas necesarias, demuestra oportunamente con una imagen el valor de la intensidad de la mirada señalando el descubrimiento de una hazaña y, ni más ni menos que la revelación de un asesino. Un relato alternado, entre el pasado y el presente con reminiscencias hacia un futuro posible, se debate en el filme permanentemente produciendo en la narración cierta extrañeza entre aquello que aparece como recuerdo y lo que se presenta como el recuerdo de un recuerdo. Abrir una causa cerrada, seguir los indicios de la pasión, observar de un modo distinto, serán reflejos de una reseña en la que claramente se demostrará que la fuerza del inconsciente teje artimañazas, agudas, persistentes, destinadas a insistir y a socavar aquello que aparece en lo real, para revolverlo, cuestionarlo, enjuiciarlo, cobrando más sentido que el de la misma justicia, aquella que rige largos pasillos, casi siempre impune, muchas veces corrupta y temiblemente silenciosa.
La historia de amor entre Benjamín e Irene también es una historia velada, injusta, secreta, no dicha, que a lo largo del filme desfila acompañando de cerca la acción centrada en la búsqueda del asesino. Ambas líneas narrativas se unen recurrentemente motivando la trama, tienen en común el mismo sitio de la mirada, la misma instancia política, aquella que se expresa en las inmediaciones del deseo, entre lo no dicho y lo invisible, entre la pasión y lo impostergable. Recién cuando Benjamín puede poner la “a” a la palabra temo, -casi al final- puede pronunciar lo que ama, puede salir corriendo a buscar a Irene y develar aquello que pertenecía al orden de la imposibilidad y estaba vedado para el deseo, volviéndolo posible y haciéndolo real.

Ana Paula Rosillo.

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